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11 de octubre de 2013

El hijo de un violador (8 y final)



8
La decoración era minimalista con una clara orientación oriental, los colores claros de mobiliario y paredes creaban un ambiente diáfano, relajante. Aunque a ella le gustaban los ambientes más íntimos, tanta luz le daba la sensación de estar expuesta al exterior; pero pronto se adaptó a aquella atmósfera y se duchó en el gran baño de la habitación. Con cuarenta años sus músculos estaban firmes, sus piernas bien torneadas y sus glúteos bien marcados, su piel muy blanca entonaba con su melena rubia, ahora recogida en una coleta.
Se dejó caer en la cama, desnuda y excitada. Pensaba constantemente en el hermano de Fausto. Imaginaba ser penetrada por aquello que era puro placer y se durmió acariciándose los labios vaginales sin acabar la masturbación.
Fausto despertó, se sentía extrañamente bien y poco a poco tomó conciencia de lo que había ocurrido. Se encontraba con las manos esposadas a una argolla grande de una pared pintada de negro. Si no hubiera tenido las manos inmovilizadas, hubiera golpeado sus cojones. La sola idea, provocó un fuerte dolor en su pubis y la dulce morfina le obligó a cerar los ojos de nuevo.
A la hora de cenar, Pilar bajó al salón comedor, fastuoso en su modernidad. La mesa era de mármol blanco y los platos rectangulares con las esquinas elevadas.
— ¡Adelante! Siéntese.
—Gracias, señor Solovióv, tiene una casa preciosa. ¿Cómo se encuentra mi marido?
—Se encuentra felizmente sedado en el sótano, está bien. Y su hermano también, incluso mejor —le explicó de buen humor—. He hablado con mi abogado, Pilar. No hay noticia alguna de la muerte de su hija; es demasiado pronto para dar por desaparecido legalmente a un adulto, contando con que alguien quisiera hacerlo.
—Pero tarde o temprano mis padres o mis suegros se preocuparán cuando no tengan noticias de nosotros, incluso hoy seguro que me han llamado al móvil que mantengo apagado.
—Tiene que tener en cuenta que han cometido un grave delito y de la cárcel no se van a librar. Así que voy a comprarles unos pasaportes falsificados que descontaré de sus beneficios. Respecto al coche, lo voy a enviar a un desguace, lo cual constituirá un gasto más ya que hay que pagarle el favor al dueño del negocio. En definitiva, no le queda más solución que cambiar de vida. Y por supuesto, tendrá que pasar una larga temporada sin vida social. No creo que tenga mucho de que preocuparse.
Pilar por fin se derrumbó y rompió a llorar.
—Por favor, Candy, trae un diazepan para la señora Abad. Necesita un poco de ayuda —dijo dirigiéndose a la criada que llegaba a la mesa con una bandeja de parrillada de pescado, luciendo un elegante equilibrio sobre aquellos desmesurados tacones. Bajo la minifalda del  uniforme, no llevaba ropa interior.
— ¿O tal vez prefiere algo de cocaína, Pilar? —le preguntó con una gran sonrisa.
Se tragó el sedante y apenas probó bocado de la cena, se limitó a escuchar los consejos del ruso sobre decoración.
— ¿Podría llevarme adonde está mi marido?  —preguntó cuando Volodia se encendía un habano.
—Por supuesto. Acompáñeme.
El ruso se levantó de la mesa y la guió hacia la parte trasera de la casa, tomaron unas escaleras que llevaban al sótano y una vez abajo, el hombre tecleó una combinación en el abrepuertas, se escuchó el clic de la cerradura y le abrió la puerta dejándola pasar.
—Estaré en mi despacho por si me necesita, buenas noches, Pilar. Podrá salir cuando quiera, la combinación es solo para impedir la entrada a cualquier curioso.
Cuando subió las escaleras, alertó por teléfono a sus guardaespaldas.
—Estad atentos, he llevado a la mujer al sótano para que pase un rato con su marido, si el tipo sale de allá abajo, lo drogáis de nuevo y lo volvéis a atar.
Cuando llegó al despacho, conectó la videocámara de vigilancia del set de grabación y se sentó en la silla meciéndose tranquilamente con el cigarro entre los dedos.
— ¿Vienes a ver a tu esclavo? ¿A vuestro monstruo de feria?
Fausto hablaba con calma, lentamente, sin pasión. La droga aún influía en su organismo.
Pilar liberó sus manos con una llave de esposas que se encontraba colgando de la silla de un potro negro de BDSM.
— ¿Tampoco piensas en tu hija? Se está pudriendo… Yo la maté y tú la abandonaste.
— ¿Quieres que vayamos a la cárcel y se arruine toda nuestra vida por un accidente? Llevamos toda la vida trabajando y tenemos solo un piso del que apenas hemos pagado la mitad del préstamo y un coche que está por pagar también. Y no me hables de mi hija, solo yo sé de ese dolor.
—Pues no lo parece. Te estás comportando como una zorra. Si planeáis matarme “mi hermano” no sobrevivirá. Lo sé de una forma natural, no puede pasar más de treinta minutos lejos de mí, moriría deshidratado y desnutrido.
Pilar sentía los párpados pesados por la acción del valium y su mirada se dirigía insistentemente a la bragueta de su marido.
—Alguien tenía que tener la cabeza fría, Fausto. Espero que lo comprendas pronto… Estoy cansada ahora. En veinticuatro horas, hemos cambiado  nuestras vidas completamente.
Volodia prestaba atención a la conversación del matrimonio, las imágenes llegaban nítidas y podía examinar las miradas con el zoom de la videocámara.
Todo aquello era verdad, era un matrimonio mediocre con un problema inimaginable para nadie. Incluso la magnitud del fenómeno opacaba la muerte de su hija.
Si su plan había sido eliminar a la mujer, comprendió que no sería tan fácil, cuando observó al repugnante “hermano” del tal Fausto.
Pilar se acercaba a su marido con el paso inseguro de los narcotizados. El marido intentó alejarla empujándola atrás con las manos; pero su mujer recuperó el equilibrio y avanzó hacia él de nuevo, cuando se doblaba de dolor en el suelo con las manos en la bragueta.
Fausto entró rápidamente en la inconsciencia gimiendo de dolor. Su mujer acariciaba su paquete genital mientras lo desnudaba de cintura para abajo. Cuando observó el pene detenidamente y sopesó aquellos pesados testículos en  su mano, se sentó frente a su marido con las piernas abiertas. Sus bragas estaban empapadas, y el pantalón…
Volodia apartó con repugnancia durante un instante los ojos del monitor, cuando el pene y los testículos se desgajaron haciendo ruido a masa líquida del pubis del marido.
Como una especie de gusano, el pene se arrastraba dejando un rastro viscoso y rojizo, eran restos de sangre que goteaba de las venas desconectadas y fluido lubricante. Se dirigía directo a las piernas de Pilar.
La mujer se desabrochó el pantalón y se quitó las bragas. Sus muslos se recogieron encima del vientre para favorecer la penetración.
Volodia llamó a Candy a través del interfono: estaba caliente.
Cuando la criada llamó a la puerta, apagó el monitor para que no viera lo que ocurría. Cuando se agachó bajo la mesa y se metió en la boca su pene, encendió de nuevo el monitor y bajó el volumen.
Era increíble… Excitante… Sería un éxito, lo nunca visto.
El “hermano” ya se había introducido en la vagina de la mujer y sobresalían los gordos huevos peludos, que se contraían rítmicamente. Los muslos de la mujer temblaban y se había desabrochado la blusa para acariciarse los pezones sin ningún cuidado. Jadeaba sin pudor, sin que le importar si se oía. Y de hecho, podía oír sus gemidos a través de la puerta cerrada del despacho.
El trabajo de Candy duró muy poco, Volodia estaba demasiado excitado.
En el momento que eyaculaba en la boca de Candy, el pene había salido del coño de la mujer y ésta lo había tomado entre sus manos para llevárselo a la boca.
Estaba horriblemente grande, como si hubiera crecido durante el coito. Volodia lo recordaba un poco más pequeño cuando lo vio hacía unas pocas horas.
Y debía estar en lo cierto, porque cuando Pilar intentó metérselo en la boca, vomitó por no estar acostumbrada a algo tan grande.
Se aseguró de que la grabación siguiera en funcionamiento antes de apagar el monitor.
—Gracias Candy, toma —y le alcanzó un cigarrillo de hachís que guardaba en uno de los cajones de la mesa.
—Buenas noches, Volodia —saludó con informalidad, Candy. En realidad se llamaba Ana.
Su jefe la siguió con la mirada hasta que salió, seguramente se metería en la habitación de Emil, uno de los guardaespaldas. Había sido día de paga y el personal tenía demasiado dinero en el bolsillo; Candy les ayudaba a resolver ese problema (a ellos y la cocinera); pero sobre todo, era la mejor actriz porno que había conocido.
Aunque Pilar se podría convertir en la próxima Lovelace y ni ella misma lo sabía.
El pene estaba eyaculando en la boca de la mujer, accionó el zoom y obtuvo un primer plano, el semen le salía por las comisuras de la boca y por la nariz, bajaba por su garganta como una cascada lenta y blanca para recrearse en sus pechos. Una gota blanca se desprendió de uno de los pezones.
Dejó la grabación en funcionamiento y apagó el monitor, ya vería mañana el resto.
Cerró con llave el despacho y se dirigió a su habitación. Antes de dormir, envió un mensaje de texto a su camarógrafo Stanislav, para que no se retrasara para el día siguiente y sobre todo, que no llegara con su asistente de iluminación, él mismo le ayudaría.
Se durmió con su pistola cargada en la mesita de noche, sentía una sensación de asco y desconfianza por tener a esos ¿tres? individuos en su casa.
Pero era su trabajo, ya se había acostumbrado a convivir durante temporadas con toda clase de tarados mentales, que solo podían hacer alarde polla, coño y tetas, más vacíos que una cáscara de huevo.
Durmió sin soñar en nada. Fríamente como frío era el lugar donde creció.
Fausto se despertó por un olor indescriptible que ofendía y saturaba su olfato. Olía a mierda, orina y alguna cosa más que no acertaba reconocer. Recordaba vagamente que su esposa lo había vuelto a utilizar para follar con su hermano. Se encontraba lúcido, la morfina le había dado un descanso extra que necesitaba urgentemente.
Cuando su vista se hizo clara y se acostumbró a la luz, la vio.
Pilar se encontraba frente a él, con las piernas abiertas; estaba inmóvil su piel estaba blanca y fría como la de la ternera en las carnicerías, su boca estaba desmesuradamente abierta, la vejiga y los intestinos se habían vaciado.
Y vio ese pequeño pene saliendo de su vagina, como un feto, vomitando ante aquel aborto.
Le faltaba la respiración. Se vistió los pantalones apresuradamente, abrió la puerta y subió las escaleras. Cuando llegó a la planta baja, uno de los guardaespaldas le cortó el paso en el rellano.
—No puede pasar hasta que el señor Solovióv lo ordene.
—Mi esposa está muerta allá abajo. Avise a su jefe.
El guardaespaldas hizo una llamada a su compañero que se encontraba rondando en el jardín.
—Emil, ven a la escalera del sótano, tengo que revisar algo en el set de filmación. El señor Heras está nervioso y necesito que estés con él unos minutos.
—Voy para allá, Jurgen.
A los pocos segundos entraba por la puerta el guardaespaldas.
—Voy abajo, quédate con él un momento.
En unos instantes el hombre volvió a subir con un ademán grave en el rostro.
—La mujer está muerta, tenemos que avisar a Volodia.
—Solo son las seis y media de la madrugada.
—No podemos esperar, Emil.
Jurgen subió al primer piso para despertar a su jefe. Emil llevó a la cocina a Fausto tras asegurarse de que estaba razonablemente tranquilo, para que tomara un café y fumara un cigarrillo; al fin y al cabo, solo era un hombre normal, nada de esos criminales o degenerados con los que estaba acostumbrado a tratar cuando era policía en Svrenika hacía ya quince años.
A los quince minutos y tras un par de tazas de café, Emil recibió una llamada.
—Sí, señor Solovióv, ahora lo llevo.
—Vamos al despacho del jefe, quiere hablar con usted.
Recorrieron el pasillo hasta el comedor, lo cruzaron y tomaron el pasillo que daba a la puerta de la casa. El guardaespaldas se detuvo ante la segunda puerta y llamó.
— ¡Adelante!
Volodia se había vestido con una bata de raso negra y se le veía preocupado.
—Hay que deshacerse del cadáver, quiero que hagáis una fosa muy profunda en el jardín, tras el invernadero. Que Xavier plante unas flores, para que quede disimulada la tumba.
A continuación,  invitó a Fausto a que tomara asiento en una silla de plástico de jardín que se encontraba en el centro de un rectángulo de plástico de invernadero casi opaco por el uso, frente al escritorio de mármol y vidrio.
—Señor Heras, su esposa me contó su breve historia; pero ella no sabía aún que lo que tenía usted entre las piernas es un trozo de violador, algo abyecto que no debería haber ocurrido. Su mujer simplemente estaba drogada por eso que tiene por pene. Esto es inaceptable, inviable. Usted y su hermano son incontrolables. Unos verdaderos monstruos. ¿Sabe? Siempre he pensado lo mismo que usted decía ayer al salir de aquí: no deberían nacer los hijos de los violadores, todo lo que sale de lo podrido está podrido. Y ya no quiero saber nada de toda esta porquería. Soy un pornógrafo, tal vez un ser miserable para esta sociedad, pero tengo mi orgullo y mis prioridades. En un principio me dejé llevar por el impacto visual, por las posibilidades de negocio; pero ya he ganado todo el dinero que necesito. Me puedo permitir el lujo de juzgar y actuar al margen de leyes y de escrúpulos —se acercó desde la mesa para ofrecer un cigarro a Fausto, que aceptó—. He visto la grabación de toda la noche y usted no puede vivir  y mantener semejante monstruo, no tiene control.
—Es lo que necesitaba oír por fin. No deberían nace los hijos de los violadores.
—No saldrá de aquí para acudir a la policía, no me voy a involucrar en este escándalo. Nadie sabrá lo que ha ocurrido con ustedes ni lo que ocurrió cuando encuentren a su hija. Y tampoco voy a mantener por ningún concepto esta mierda en mi casa.
Durante una inhalación profunda del cigarrillo, Fausto sintió el sorprendente sonido de un escupitajo y durante un instante todo fue luz. Luego dejó de existir al tiempo que caía de la silla al suelo. Parte de su corazón había salido por la espalda, formando una estela de carne cruda en el plástico del suelo.
El pene se desprendió y reptó por el suelo unos centímetros antes de que Volodia, tomara el abrecartas de su escritorio y lo clavara en el enorme glande. El meato parecía una boca torcida por el dolor.
Aún retorciéndose como una oruga, lo envolvió con una esquina del plástico del suelo y lo pisoteó hasta que dejó de moverse. Y siguió pisoteándolo hasta que dejó de parecer lo que era. Tiró la pistola y el abrecartas en el pecho del cadáver y llamó a Jurgen por teléfono.
—Aprovechad la fosa y meted esta mierda también allí.
A continuación presionó el botón del interfono.
—Candy, por favor, en cuanto se levanten y hayan desayunado Pedro y María, que vengan a limpiar el despacho a fondo. Todo el suelo, todos los muebles, tarden lo que tarden. No quiero que quede ni una arista sin limpiar, aunque parezca limpio. Que hagan lo mismo en el set de grabación.
Envió un mensaje a Stanislav: “Se ha cancelado la grabación, no vengas. Ya te avisaré”.
Metió la mano en el bolsillo y sacó una bolsa de plástico con cierre, dentro había guardado el feto del pene que abortó la mujer. Salió y se dirigió al almacén de materiales para  el mantenimiento de la casa. Tomó un frasco vacío de garbanzos, metió el proyecto de pene, llenó el frasco con alcohol y lo cerró.
Con cinta de papel para pintura, hizo un letrero y escribió: “Los hijos de los violadores no deberían nacer”. Y sonrió porque solo él conocería el significado de aquello.
Cuando Pedro y María dieron por finalizada la limpieza del despacho, colocó aquel frasco en un rincón de la estantería de libros. Desentonaba con la decoración como un detalle sórdido y de mal gusto, cosa que no le importó demasiado. Nadie creería lo que era de verdad, en eso estaba lo divertido.
Borró la grabación del set y el video que le adjuntó Pilar en el e-mail.
Y todo fue como una pesadilla que se olvidaría, salvo por el hijo del violador que nunca nació, flotando en un océano de alcohol. Muerto y olvidado.
Los pornógrafos arreglan las cosas de forma eficiente, contra toda ley, contra toda moral.
Llamó a Candy por el interfono.
—Te espero en mi habitación.

—Ahora subo, Volodia.








Iconoclasta

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