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20 de septiembre de 2013

El hjo de un violador (1)



 

1

Algo no era normal en el pene y los testículos, no parecían ser un todo en su cuerpo.

Las sensaciones que percibía en la piel de los genitales no eran directas, parecían retardadas, lejanas; la impresión de entumecimiento cuando una mano se duerme por una prolongada inactividad.

Eran las seis de la mañana cuando orinaba tras despertar para empezar una jornada laboral. Dejó caer en el inodoro unas gotas de sangre, cosa que le preocupó; pero la jornada laboral lo mantuvo distraído de ese temor y a lo largo del día no hubo más sangre.

Fausto y Pilar estaban cenando en el comedor, en el televisor emitían las mismas aburridas noticias de cada día.

—Es extraño. Esta mañana he orinado unas gotas de sangre y no he sentido ninguna molestia.

Su mujer tragó la porción de ensalada que estaba comiendo.

—Sí que es raro, deberías ir al médico y comentarlo.

—Si vuelvo a mear sangre, iré.

—No te costaría ir mañana cuando salgas de la fábrica.

—Ya veremos. Si tengo ganas…

—No irás —respondió Pilar desviando la mirada al televisor para acabar la conversación.

Se le cayó la aceituna del tenedor, rodó por el escote y se detuvo entre los pechos.

—Eso te pasa por tener esas tetas tan grandes —bromeó Fausto tomando la aceituna y llevándosela a la boca antes de que Pilar se limpiara.

La mujer se sintió halagada y le besó los labios.

Fausto tuvo una sorprendente erección, fue tan rápida que no se dio cuenta del proceso, no fue consciente de su excitación hasta que sintió la tensión en el pantalón del pijama que vestía.

Y volvió con más fuerza la sensación de que sus genitales estaban “despegados” de su cuerpo y las señales sensoriales llegaran retardadas, diluidas. Pensó que no llegaba bien la sangre a esa zona de su cuerpo, de ahí ese adormecimiento. Sin embargo su pene, cabeceaba excitado, henchido de sangre, sin duda alguna.

— ¡Fausto! ¿Te dijo Mari a qué hora llegaría? Son casi las diez.

Su mujer lo miraba furiosa, era la segunda vez que le preguntaba lo mismo durante el tiempo que Fausto pensaba en sus genitales.

—No, no me dijo nada —respondió sorprendido.

Pilar cambió de canal para ver un programa de entrevistas a famosos.

Su marido se estaba tocando el pene discretamente bajo la mesa. En efecto, tenía menos sensibilidad. Pensó en la próstata, tenía cuarenta y ocho años.

Eran las diez de la noche cuando recogieron los restos de la cena y se sentaron en los sillones de la sala para ver la tele cuando escucharon el ascensor llegar a su planta. En unos segundos la puerta de casa se abrió.

— ¡Buenas noches! —saludó Maricel al entrar en el comedor.

Se acercó a su padre y a su madre para saludarlos con un beso.

— ¿Cómo te ha ido en el gimnasio? —preguntó su padre.

—Como siempre: lo más duro la bici, lo más delicioso la piscina.

—Sírvete pan con tomate y tortilla, la he dejado en la encimera tapada.

—Ya he cenado, mamá. Me comido una ensalada con Mario al salir del gimnasio.

Fausto sufrió una repentina punzada de dolor en el interior del pubis y su pene se endureció aún más, hasta el dolor.

Se dio cuenta que estaba observando fijamente el inicio de los desarrollados pechos de su hija. La blonda de su sujetador color crema asomaba entre el cuello de pico de la camiseta que vestía.

— ¿Dónde está el pijama blanco? —le preguntaba a su madre al tiempo que se sacaba la camiseta camino a su cuarto.

Fausto tomó el control de su voluntad, dejó de mirar a su hija y cruzó las piernas para ocultar la erección.

El dolor había disminuido, pero sudaba abundantemente.

Cuando escuchó que Maricel cerraba la puerta de su habitación al final del pasillo, se levantó para ir al lavabo. Se desnudó de cintura para abajo, orinó y dejó caer un par de gotas de sangre de nuevo. Entre sus dedos sentía extraña la carne del pene.

Un súbito movimiento en lo profundo del pubis lo alarmó. Sentía que algo se conectaba y desconectaba allá dentro, en su carne, en sus cojones. Pensaba concretamente que se le iba a “caer la polla al suelo”.

Se sentó en la tapa del inodoro y encendió un cigarrillo que sacó del cajón bajo el lavabo.

Pensaba en infecciones y en cáncer, en operaciones y muerte.

Se obligó a serenarse y observó como el pene se relajaba y encogía recuperando su tono de piel normal. Porque hacía unos segundos, se encontraba amoratado, casi negro. Como si un torniquete en sus tripas le hubiera cortado  el flujo sanguíneo.

El movimiento en el pubis cesó y el miedo se diluyó; el miedo venía de la posibilidad de que el pene se le desprendiera del cuerpo. Así de brutal, así de imposible.

Las molestias ya habían cesado por completo cuando casi había consumido el cigarrillo. Tomó el pene con la mano y lo agitó para convencerse de que estaba sólidamente pegado a él. Tiró del prepucio para descubrir y el glande: se encontraba rosado, con buen color y una capa brillante y resbaladiza de fluido lubricante como era habitual por una erección.

Respiró aliviado, se subió los pantalones y abrió la puerta del  lavabo topándose súbitamente con su hija que iba a entrar en ese mismo instante.

— ¡Papá, no fumes en el lavabo! Huele fatal.

— ¡Déjalo, Mari! ¡Se lo he dicho cientos de veces pero ni caso! ¡Fausto, tira ambientador al menos! —gritó Pilar desde el salón.

Maricel vestía un tanga amarillo y un sujetador de algodón sin costuras, los pezones de diecinueve años ponían a prueba la integridad de la tela. Entró en el lavabo y cerró la puerta.

Con una nueva punzada de dolor, visualizó en su mente el pene alojado entre sus pechos. La imaginó gritando aterrorizada con la vagina a punto de reventar llena de su pene, como un dildo de carne y sangre removiéndose en su coño, inquieto, sin pausa. La imaginó cambiando su miedo por placer a medida que el pene tomaba un ritmo más intenso y violento, entrando y saliendo de su sexo como una monstruosa oruga empapada en la mezcla de sangre y fluido que manaba de la vagina desgarrada.

Se apoyó en la puerta del lavabo agarrándose los genitales e intentando borrar aquellas imágenes de su cabeza. Cuando el pene quedó fláccido, se dirigió al salón.

—Me voy a meter ya en la cama, Pilar.

—Yo me quedo a acabar de ver el programa —dijo levantándose de la butaca para darle un beso —. Descansa.

—Buenas noches, cariño.
Se metió en la cama pensando que pasaría la noche en vela preocupado por lo que le estaba ocurriendo; pero apenas se estiró en la cama, sus ojos se cerraron y su respiración se hizo lenta y profunda.








Iconoclasta

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