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30 de enero de 2012

29 de enero de 2012

Aquel vacío




A la bendita soledad y silencios
de mi Iconoclasta.

Su vacío lo mantenía lleno. Lo ilógico le sentaba bien. La decepción es su alimento diario y entre nubes grises trenza su sonrisa todas las mañanas para sostener el gesto retorcido y la mueca arrugada.
Sus ojos, se han secado. Podría contratar al cirque du Soleil en un evento privado para cantarle “Alegría” y seguirían cayendo trozos de costras desde sus pestañas. La tonta contorsionista hizo el esfuerzo de su vida pero su gracia solo la ridiculizó ante el gesto acartonado del hombre.
No teme, no le duele. Secciona día a día, milímetro a milímetro sus dedos con la navaja de cuchilla intercambiable. Tira gestos al aire de desgano mientras secciona el tendón de su dedo índice. Y cuando las heridas cicatrizan y sus manos son guantes hemoglobínicos, practica el movimiento con ellas haciendo rodar entre sus dedos el dado viejo de marfil para terminar de borrar los puntos, terminar de borrar todo.
El dado cae y una gota de baba que se desliza desde sus labios moja el punto negro de una de las caras. Recuerda cuando su lengua se deslizaba en el ano abierto de ella y sus dedos abrían sus contracciones.
Ha sacado la lengua sin querer cerrando los ojos. Odia los recuerdos. Nada le ha regresado ese tiempo.
Hay una habitación en la que solo el entra cuando nadie le ve. La puerta que empuja solo puede moverse con la fuerza que él tiene, esa es la llave, la contraseña para adentrarse. Sale de ella con los zapatos empolvados, arrastrando gruesos granos de arena de su playa. Suda y ya no se sofoca. Un halo de sal en nube le devuelve el aliento. Nadie conoce la habitación pero a veces se logran escuchar ladridos, risas y notas sueltas.
El vacío le tiñe los dedos de un tono amarillento y tritura cenizas de agonía en la piel que no se carcome. Se sabe eterno y desearía una septicemia para tener algo que vomitar, una ligera febrícula que le diera señales de no vida.
Eyacula sin tocarse y el suelo se astilla con las gotas que recibe de su semen, pesado como el plomo. Todo en él pesa.
La decepción no implica el deseo y sus dedos se agitan involuntarios frotando un clítoris invisible mientras duerme. Cree escuchar gemidos y la ausencia de la calidez en su piel lo despierta para levantarse con rabia y meterse en la tina quemando su piel con trozos de hielo. La memoria no borra las caricias dadas, podría desollarse entero y colgar el traje de su piel en el perchero de púas, pero la esperanza gana en silencio y se disfraza de orgullo con la clámide arrugada de cartón.
Olvidó el término temor y su vida se alarga lejos de su voluntad.
Se inyecta furia en las uñas con la jeringuilla sucia de la vieja puta que compró hace unos años. Ha comprendido que los anticuerpos no están de su lado, son fuertes como él, invencibles…
Ensaya la farsa de una sonrisa frente al espejo. Acomoda cada uno de los músculos de su cara. Con golpes de cemento modela gestos duros para que nadie pueda cambiarlos y no haya cincel que lo esculpa.
Nada queda afuera, solo existe aquel vacío que lo inunda y lo inmortaliza. Es la brevedad de una respiración y el trozo duro de pan que lo alimenta. Es tan necesario como la muerte misma.
Rompe sus nudillos en las paredes mientras camina con ellos queriendo arrastrar vida. Pedazos de vagina a sus pies. Ella ha muerto y la impotencia de no poderla eternizar no le brinda más que tristeza sin llanto. Furia y más furia.
Un silencio callando a otro.
Ha abierto de nuevo la puerta, tal vez hoy un respiro de mar le devuelva la muerte, el vacío deje de llenarse y la noble sonrisa del orgasmo compartido al fin gane para lograr su sueño.

Aragggón

22 de enero de 2012

Soy onomatopeya



Soy solo una onomatopeya, en un mundo ruidoso. Algo que pasa desapercibido.
La onomatopeya del perro aplastado por un coche, la caída de un vaso. Un chasquido de rama seca. Un trago mal dado.
Una tos. Una enfermedad. Algo convulso e involuntario en un mundo que me asorda y roba mi voz y sonido.
Soy uno con la basura auditiva. Un ruido más que no destaca ni trasciende más allá de unos centímetros al filo de una oreja sorda.
Soy el ¡oh! de lo que falta, de lo que no tengo.
Soy el ¡ooooh! de un público decepcionado.
Soy un ¡ja! de lo ridículo, una burla a veces sutil. Otras burda: ¡jo!
Soy el ¡bang! de un tiro en la cabeza.
He sido el ¡chaf-chaf! de un pene penetrando una húmeda vagina; o no lo fui, tal vez fue un sueño. Tal vez no era un húmedo sexo, solo estaba acatarrado.
Y me confundí. Me engañé.
Soy el ¡crak! de mi alma rota. Soy el ¡fru-fru! de las heladas y estériles sábanas.
El ¡ras! de una tela rasgada, de los ojos deslumbrados ante un engaño. Soy el ¡plof! de mi ánimo aplastado, el ¡uf! de un cansancio.
El eco de unos rencores viejos como el mar.
Soy el atroz silencio de una noche estrellada de guiños fríos y lejanos, de imposibles distancias de entender. No llegaré a las mortíferas estrellas. Ni mi alma llegaría.
El coro de mil voces que ríe mi fracaso, mi ridículo: ¡je, je, je!
El zumbido de un video porno que no veo. El ¡aaah-aaah! sucio de esos cerdos que se tocan mirándolo. Que follan en el sucio lavabo.
Soy la onomatopeya muda de una corrida ajena.
El ¡zas! de la bofetada que te despierta a la realidad de un nuevo error.
El ¡fuuu! del aire que sale de la boca por un puñetazo en la barriga.
Unos labios sangrando, sin sonido. Son demasiado blandos y se deforman en una mueca de pena.
Soy la tranquila y aburrida palabra: ¡joder! que concluye lo que se negaba a admitir: no existe el viaje a la felicidad por mucho que lo recorra.
Soy el que escupe en toda esa mierda, con un sonoro ¡tchu!
Una ¡mierda! deprimente.
El ¡chan-chan! de una sorpresa final que nunca lo fue.
Soy el ruido de la orina en el inodoro, lo real, lo que no engaña, lo que debe ser.




Iconoclasta

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6 de enero de 2012

La podrida soledad


Es un llanto roto en un rostro cárdeno. Una boca muda y abierta.
Y mi mano entre las piernas, sujetando los cojones que suben de terror hacia la garganta. Que duelen, que están demasiado llenos de hijos que no nacerán. De niños y niñas que se ahogan prematuramente en las cloacas del infierno, o del cielo (solo es una cuestión de orientación). Todo parece estar muerto cuando estoy solo. No quiero, no sé como ser solitario conmigo.
No sé gestionar mi insania.
Hay un corazón negro y una oscura boca que grita. Es un infarto macabro en un corazón pútrido. Se parte el músculo sin un solo sonido, derramando un racimo de uvas rojas que destilan vino muerto.
No lloran, los muertos miran sus putrefacciones sin mayor interés.
Ellos morían, mueren, morirán. Y me piden que vaya con ellos.
“Es hora de partir, de venir aquí, con nosotros”.
No encuentro la puerta. Quiero ir para que callen.
He pintado y resaltado con mis heces las paredes transparentes de un mundo sin dimensiones y no hay resquicios.
No callarán si no voy.
Hay un filo que brilla y una piel que pulsa con demasiada sangre. Las venas son serpientes que se han de cortar.
No soy bueno afrontando horrores.
¿He dicho errores?
Es un error la gota en mi glande caliente y sin meter. Ardiendo en mi puño. Una polla que debería estar (dentro de).
Clavándose, alojándose, bombeando, corriéndose.
Haría vapor en su boca si se la metiera. Si me la chupara.
Es un error estar pegado a un cuerpo que no encuentra consuelo, a una mente que no acaba de encontrar la belleza, ni la sonrisa.
Hierve el semen marchito en la bolsa de mis huevos. Quisiera arrancarlos, no sirven para nada.
El semen se derramaba de su sexo y aún caliente caía de nuevo en mi glande. Entre los pelos de mi polla se secaba.
No quiero estar solo con el vello apelmazado de miserias que no son lo que mana de su coño.
Hay mierda en las paredes dimensionales y mi dedo sangra. No es una pared perfecta. Hay rajas, hay púas. Y los muertos golpean e insisten al otro lado.
La mierda es mía, mi obra. Mi gran obra. Mi puta obra.
Si ella estuviera les daría la espalda. No puedo hacer otra cosa que estar con ellos.
Con los otros no me hace falta sexo, solo un vientre abierto y una longaniza de intestinos enredada en mis pies.
Un niño muerto lamería la mierda si pudiera. No puede deshacer con su lengua muerta e hinchada las paredes transparentes. La mierda está del otro lado, del mío.
“¿Lo ves? La mierda está ahí contigo. Pasa a esta lado”, me dice lamiendo la tranparente pared sin conseguir tocar las heces. Solo deja un rastro de sangre, pequeños coágulos que se deslizan hacia arriba y se secan a los pocos segundos.
Me pica el cerebro y me lo rasco solo. No hay nadie, no está ella para que observe los piojos. Para que los mate.
Que los maten a todos.
Los muertos deberían morir también, no es lógico que respiren, ya tuvieron su tiempo.
¿Por qué no dejan el mío tranquilo?
Yo no los jodo.
La jodo a ella cuando la tengo.
No llega, y aún me queda mierda en el vientre para pintar la dimensión pútrida. Prefiero el horror-error al vacío de ella.
Hay un resquicio pequeño, como si se hubiera roto por la presión de ellos, de los podridos, de los muertos. De los que no hacen caso de las cosas que se desprenden de sus cuencas vacías.
Y la cuchilla abre la vena. No duele.
El niño se asoma y lame el excremento: “No es buena tu mierda”.
Y me da la mano sin hacer caso de la sangre que baja por mis dedos.
Está helada su carne, pasar la pared dimensional duele, duele mucho. Es un fogonazo que me corta todo el tejido y el pensamiento.
Paso la lengua por la pared sucia de mierda, al otro lado donde nada huele ni duele.
Ella llora un cadáver que ya no me pertenece.



Iconoclasta

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3 de enero de 2012

Dios de carne y semen.















No lo he inventado, mi fantasía no da para tanto.
En los resquicios de mi mente deja sus gotas blancas de leche viva, resana las grietas y lo siento en mis tragos dulces escurriendo por mi garganta olvidando mis pecados.
Deshago su carne cuando presiono mi lengua en el paladar; es el cuerpo y la sangre divina, redentor de mis torturas.
Me encomiendo a él y hace llover con su brizna cálida que baña mis áridas memorias, les otorga vida en la convulsión de sus espasmos.
Tengo la certeza de su existencia cuando compruebo el salado sabor de su glande que me llena la boca. Me iré con la desdicha de que después de la vida no existe nada, porque no estará él. Es un temor que consuela frotando mi clítoris y el sosiego es carnal. Después de la muerte no hay dios que me lleve al paraíso, no hay clímax ni gloria. La muerte es una interminable anorgasmia.
Me arrodillo ante él y hunde mi cabeza entre sus muslos... El cielo sobre mí.
Su mirada dibuja un “gratia plena”.
No es humano, pero es divino sin ser el Dios ordinario.
Toca mi corazón saboreando mis pezones, sorbiéndolos hasta dejarlos endurecidos; hunde sus dedos y revienta con ellos la rabia de un calor recopilado por años.
Es la carne hecha Dios, el semen omnipotente vertido en mi piel. Un caminante vagabundo redentor sin más seguidor que mi coño empalado por él.
No es espíritu porque su carne vibra con fuerza y me arrastra arrancándome del suelo con su endurecido miembro. Y colgar de su cuerpo cruz nunca sería sacrificio, no hay clavos en mis extremidades, solo sus dedos entrelazando los míos y su pene clavado en mi raja coronándonos como reyes.
Los dioses vulgares no follan y son castos. El mío me diviniza con cada empalme y reza entre mis labios musitando salmos carnales.
Le entrego mis aguas para que camine por ellas y separe los mares de mis piernas.
Es el universo naciendo en la cópula sagrada… Sangrante.


Aragggón